domingo, 18 de marzo de 2012

En tiempos del cólera

Antes, en tiempos de Franco, se premiaba a los matrimonios que tenían veinte hijos o más, se les regalaba una casa y creo que también les daban algo de dinero. Incitaban a la maternidad. Decía Pilar Primo de Rivera, en sus discursos, que había que enseñar a las mujeres a cuidar a sus hijos porque no tendría perdón que, por ignorancia, murieran tantos niños que son siervos de Dios y futuros soldados para España. De esa época es la película “La gran familia” que todos los de una edad hemos visto y que cantaba las excelencias de una casa llena de niños, padrinos, sobrinos y demás familia. A las madres, que hoy con uno o con dos hijos, están todo el día de la seca a la meca, sin tener tiempo para nada e incluso a las que tuvimos seis, el tener veinte hijos nos resulta increíble, a mí por lo menos, creo que malamente tendrían tiempo de contarlos y de hacerles de comer, ¿cómo lo harían?. Y ya de vestirlos ni te cuento. Cuando Gando era un idílico pueblo pesquero y no la Base Militar que es hoy. A los pobres barqueros los echaron de sus casas, del lugar donde habían nacido ellos y sus padres, los desterraron a las Puntillas, cerca, pero no junto al mar. Sé de algunos que se murieron de pena, otros atropellados porque ellos, que estaban acostumbrados a la más absoluta naturaleza, de pronto se encontraron que las casas que les habían “regalado” estaban situadas a ambos lados de una carrera y ellos, pobrecitos míos, no habían visto más coche que el de hora, que cogían cuando por enfermedad o por otra causa mayor tenían que ir a Las Palmas.

Como les decía, en ese tiempo, que tengo grabado en la memoria como tiempo feliz en que todos los canarios que quisieran podían entrar y salir de Gando como si fuera nuestro, porque era tan nuestro como Las Canteras o Maspalomas hasta que vinieron los señores de la guerra. Pues en ese tiempo vivía allí una de esas familias “supernumerosas” y, contrariamente a lo que pudiera suponerse, vivían contentos y felices.

Claro, tenían dos cosas a favor: que por el clima estaban todo el día en la playa y que ropa no usaban mucha. Yo no lo sé, pero siempre pensé que por la noche la ponían toda en un mismo montón y, según se levantaban, iban cogiendo una pieza, que era a lo que tocaban, independientemente de tallas y colores. Primero se gastaban los pantalones y ya al final sólo quedaban las camisas, por lo que no era nada extraño ver a un galletón, como se decía entonces, con una parte de arriba chiquitita y sus partes pudendas expuestas al sol y a la brisa marina. A los veraneantes no nos extrañaba por la costumbre, pero una vez que el cura de Telde vino a pasar el día a casa de los Verona se escandalizó todo y fue en busca del padre para decirle que esos niños tan grandes no podían estar en cueros, él lo escuchó muy respetuoso y luego le dijo: “Hasta corbata estoy dispuesto yo a ponerles, señor cura, si usted los viste porque yo bastante hago con darles de comer”. El señor cura por lo menos se fue con la promesa de la madre de que ya estaría ella más pendiente del reparto de ropa mañanero para que los mayores se cubrieran la parte baja de su anatomía y los más pequeños la parte alta.

La disciplina y la educación también la llevaba el padre a rajatabla, no podía ser de otra manera. Un día todos pudimos ver al mayor de los hijos tendido, cuan largo era, boca arriba, a su padre sentado encima, que mientras le arreaba tremendos cachetones, le decía: “fuerzas tienes, pero tu quiebras” y quebró porque si no lo mata. Bueno no hubiera llegado la sangre al río porque el padre era un hombre bueno y el río estaba muy lejos, pero de algún medio se tenía que valer para meter a viaje a esa prole.

Recuerdo a los barqueros de Gando y sus familias como si fuera ayer cuando conviví con ellos. Me acuerdo de las tiendas que había: la de Pepito Bartolo que estaba al lado de la casa de Modestita y donde todos los años se metía el mar en las mareas del Pino en septiembre; la de Juan Peña, que tenía una hija de mi misma edad y tan mata perras como yo, era mi compañera de juegos y se llamaba Saro de Los Canelos, que eran unos chicos y una chica muy guapos y muy morenos, de ahí les venía el apodo. También recuerdo a Amalia y sus hermanos, a Aguedita y su familia, a Jobita y los suyos, en fin que podía hacer un censo pero no es la ocasión.

El padre de esa “superfamilia” era barquero y la pesca ya se sabe que no es un sueldo a fin de mes, pero ellos no estaban nada desmejorados, o sea, que hambre no pasaban y se les veía felices.

Mª Concepción Hernández Romero.

1 comentario:

Juan Antonio dijo...

¡Qué tiempos aquellos y qué recuerdos inolvidables!

Qué bueno que haya gente como tú que nos narre historias, costumbres e idiosincrasia de aquellos canarios que, lamentablemente, se han perdido mucho con el paso de los años.

Un abrazo y feliz fin de semana.

Juan Antonio