El señor Nicasio era un ricachón del pueblo. Tenía una casa enorme con un precioso patio interior, con muchas plantas, un aguacatero, nísperos, guayabos, un jazminero que perfumaba todo el vecindario, además de pavos reales, jaulas con loros y otras aves exóticas a las que era muy aficionado. A ese patio daban las puertas de todas las habitaciones de la planta baja.
Algunos chicos malos del pueblo, entre los que me encontraba yo por méritos propios, acudíamos a mirar por las rejas. Las niñas y Candelaria, la criada de la casa, se multiplicaban para que todo estuviera dispuesto y fresco: la mesa, perfecta, con su mantel calado impecable, las primorosas tazas para el café, tortitas de millo, rollos de canela, tortitas de cuajada; que Cristóbal no pudiera desear nada, que ya no estuviera listo para sus caprichos. Llegaba todos los días del mundo a las seis de la tarde para tomar café. Se sentaba entre las dos, ellas revoloteaban a su alrededor solícitas y cariñosas deseando destacar la una sobre la otra. Las niñas del señor Nicasio, así las llamaba todo el pueblo, eran pequeñas y redonditas, con el pelo recogido en unos moños perfectos donde prendían flores de jazmín
oo recogido en unos moños perfectos donde se prendían flores de jazmín recién cortadas para oler mejor. Eran gemelas, tenían unos sesenta años. Cristóbal tendría la misma edad que ellas, llevaba una chaqueta estameña, lo mismo si hacía frío que si el termómetro marcaba los cuarenta grados, sin que su rostro demostrara o bien que se helaba o que se derretía. Llevaba un reloj de oro, herencia de su abuelo, con una cadena que adornaba su gallardo pecho. Por las tardes, como si de una ceremonia se tratara, el padre que tenía sólo veinte años mas que las niñas, se acercaba para saludar, pero no se quedaba a tomar café. Adoraba a sus hijas y no quería robarles ni un minuto de su particular intimidad. Desde el patio se podía ver la sala, con un gran piano que tocaba la tía Sagrario, que estaba loca de amarrar, pero era buenísima y cariñosa y sólo demostraba que no estaba bien por el miedo infinito que tenía a que le robaran unos dineros y unas alhajas que nunca tuvo, pero que le hubiera gustado tantísimo tener. Se paseaba por la playa, por todo el pueblo, con un monedero negro y enorme, pero vacío, debajo del brazo, cuidándolo como su vida. Si con un gesto, con un ademán, le rozabas el bolso te miraba como si te odiara, pero enseguida se le olvidaba y te sonreía con su boca enorme y desdentada, y te preguntaba por tus nietos, aunque tuvieras quince años, o por tu bebé, aunque tuvieras noventa. Todas las mañanas acudía a la playa para ver la salida del chinchorro y encargaba kilos y kilos del mejor pescado que los barqueros ,solícitos, apartaban para ponerlos a la venta nada más que ella se daba la vuelta porque sabían que eran cosas de Doña Sagrario y que llegando a su casa lo habría olvidado. Ya sabían ellos el pescado que quería Candelaria y se lo llevaban.
Cuando Cristóbal tiraba de la cadena para mirar el reloj, ellas quedaban en suspenso, deseando que no fueran las ocho, fatídica hora en que las dejaría hasta el día siguiente, pues sólo vivían para preparar y disfrutar las visitas de él, ideando como iban a peinarse, que vestido se pondrían, a cuál de las dos se dirigiría primero para alabar su atuendo o para comentar lo guapa que estaba. Aunque Cristóbal tenía buen cuidado de alabarlas a las dos por igual, pero claro, necesariamente tenía que empezar por una, pues a las dos disgustaba que pluralizara a la hora de los piropos y las lisonjas. Ambas estaban enamoradísimas de él pero no tenían celos entre ellas, eso ni se lo planteaban. Cristóbal se bañaba, se acicalaba todas las tardes para ir a verlas, sin decidirse nunca por ninguna de las dos por no ofender a la otra, como si tuviera todo el tiempo del mundo para cortejarlas, para enamorarlas y decidir con cual se quedaba. ¿Qué necesidad tenia de apurarse?, ya se solucionarían las cosas por si solas como ocurría siempre en la vida. Durante el día , las niñas bordaban, leían, dibujaban, pero todo de puertas adentro, pues era bien sabido que el sol estropeaba la piel, sólo las mujeres que trabajaban en los tomateros se podían permitir estar morenas. Las niñas eran delicadas y de color rosa, ingenuas e infantiles como si tuvieran diez años. El señor Nicasio adoraba a sus hijas y si así eran felices, así seguirían las cosas por los siglos de los siglos.
Al amanecer era una gloria abrir las puertas del dormitorio y encontrarse con los pavos reales, con las plantas, con el olor a tierra recién regada y sobre todo a café, a rico café que como cada día preparaba Candelaria en la cocina, a las tortitas de millo, calentitas y tiernas, recién sacadas del horno. Este café era menos ceremonioso, se tomaba en la cocina mientras se ordenaban las faenas del día.
Las niñas se afanaban imaginando los cambios que harían en casa del novio compartido cuando éste se decidiera, por una u otra, y si coincidían en algún objeto de decoración o en el color de las paredes de un cuarto enseguida tenía que intervenir Sagrario, que hacía un sorteo que consistía en que cada una de ellas escribía una palabra en un papel, que doblándolo muchas veces, mantenían muy apretado en su mano. Previamente, Sagrario se metía entre sus senos otro papel donde había escrito que el tema en esa ocasión sería persona, animal o cosa. La ganadora escribía en una libretita común que, en caso de querer, podría elegir sobre ese tema, pero que no estaba obligada a ello. Después de desayunar se sentaban en un balcón corrido con macetones con palmeras, cuatro mecedoras con cojines de flores, que las niñas habían bordado, y en el extremo, un baúl como los que traían los isleños cuando volvían de Cuba, eternamente cerrado y cuya llave pendía del cuello de la tía Sagrario, sólo ella sabía lo que contenía y decía que mientras viviera sería un misterio. También había una mesa de madera de teca y encima un juego de ajedrez al que el dueño de la casa era aficionado. El balcón, desde el que se podía ver el mar, sólo era aprovechable hasta el mediodía, pues luego había que cerrarlo para que la casa estuviera algo fresca a la hora de la siesta. Allí bordaban, cosían, leían o escuchaban las historias que les contaba la tía Sagrario, que aún siendo las mismas, cada vez tenían un final distinto, dependiendo del estado de animo de la narradora.
Sólo salían de la casa para ir a misa, a una boda, a un bautizo o a un duelo. Eran momentos que las niñas aprovechaban para fijarse en lo que se ponían las chicas jóvenes, como ellas creían ser, para luego llamar a la modista que iba a su casa a confeccionárselos.
Desde que un día Cristóbal no se percató de que estaban estrenando una falda tableada de color rosa, las dos iguales, claro, y a las niñas les dio tal soponcio que casi se mueren, Don Nicasio apuntó en la lista de las obligaciones de Candelaria que , siempre que se diera esa circunstancia de un estreno, un cambio o cualquier otro acontecimiento extraordinario merecedor de que el novio común doblara las alabanzas, se dejara caer por casa de Cristóbal, por las mañanas cuando saliese a la compra, y notificará los posibles cambios en la indumentaria y lo que se esperaba de él.
Cuando todavía era muy joven me ausenté de la isla y al volver, pasados bastantes años, vi la casona cerrada, muerta, me dio una pena infinita recordar la ilusión, el amor que se respiraba entonces. Supe que ahora era de unos herederos que no se ponían de acuerdo sobre que hacer con ella, pero no quise preguntar por el señor Nicasio, ni por Cristóbal, ni por las niñas y su fiel Candelaria, ni por la tía Sagrario. Prefiero recordarlos como la última vez que les vi y pensar que, simplemente, están viviendo en otra casa con otro jardín. Una cosa que me hubiera gustado saber es el contenido del misterioso baúl, pero es de suponer que seguirá cerrado en la nueva casa.
1 comentario:
Me gusta esa forma que tienes de contar las cosas.
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