martes, 8 de diciembre de 2009

la mar.

Cada día, aproximadamente a la misma hora y caminando despacito para darle tiempo a salir, la niña venía por la calle abajo y pasaba delante de su balcón.

      Él esperaba para piropearla. Era alto, delgado, moreno, con el pelo un poco más largo de lo que entonces se estilaba. A ella le gustaba todo de él, sólo le ponía una pega: era peninsular. Pero un día, con los ojos rientes y dorados,  le dijo: ¡Tú y el mar sois lo más bonito de esta bendita tierra! Y ahí si, ahí a la niña se le cayeron las barreras geográficas y de todo tipo.

      La había comparado con el mar. Lo miró y le sonrió abiertamente, consintiendo el ser admirada y piropeada. Para ella el mar, la playa, eran parte de su vida. No se imaginaba vivir en un lugar sin mar, sin olor a salitre, a seba, sin un horizonte plano y azul como el que conocía desde que había nacido.

      Mientras caminaba con su hatillo de libros en los brazos, recordaba su niñez. Su madre era maestra de escuela en un pueblo pesquero, Gando, cuando todavía no era base militar. Allí, ella y sus hermanos tuvieron la niñez más feliz que ningún niño pudiera tener. Eran otros tiempos y no había horarios ni normas. Todo era según venía, natural, como la vida misma: los niños entraban y salían del agua cuantas veces querían; en la playa, la niña y sus hermanos tiraban del chinchorro, los barqueros les daban una pequeña parte de la pesca que ellos llevaban privados a su casa; se evitaban el trámite de ponerse o quitarse el bañador porque siempre lo llevaban puesto; ayudaban a las mujeres a remendar redes, a poner seba en el fondo de las cestas para conservar fresco el pescado que después se ponían a la cabeza con un rodete y lo llevaban al Carrizal o Ingenio para venderlo, cruzando la pista del aeropuerto para acortar camino, hasta ese punto era escaso el tráfico aéreo.

      Además, los niños mariscaban, cogían pulpos, morenas, potas. Sabían los trucos para coger las mejores “jacas” y las mantenían vivas metiéndolas en un calcetín con algas, hasta que su padre bajara del pueblo para pescar. ¡Su padre, siempre feliz, siempre contento! Ese era el recuerdo que ella tenía.

      En el comedor, encima del aparador, había una guitarra y muchas veces después de las comidas, el padre tocaba y todos cantaban: isas, folías, rancheras o cualquier otra cosa que se terciara. Malagueñas no, no porque a la niña le daba mucha pena que las madres se murieran y “ni regándolas con sangre volvieran a vivir”.

      Pensando todo esto, la niña creyó conveniente olvidar que el muchacho era peninsular y lo consideró isleño, total, nadie puede elegir dónde va a nacer. Por eso, a partir de entonces, ya no la esperaba en el balcón, sino en la calle y un día, la acompañó hasta la esquina y otro día la acompañó a clase y, pasado el tiempo, otro día la acompañó a la iglesia vestidos los dos de novios

1 comentario:

Moisés Morán dijo...

Una entrañable historia. A mi me recuerda mis en casa de mi abuela, que vivía cerca del confital y por las mañana se levantaba antes de que el día despuntara, hacia café cuyo aroma se mezclaba con el olor del mar. Es un recuerdo que tengo grabado en mi corazón.