lunes, 30 de noviembre de 2009

Pension Paris

Pensión París. Así rezaba en el cartel colgado del balcón. Tres tramos de una escalera oscura y fría llevaron a María Lina desde el zaguán hasta la puerta. Llamó, le abrió una chica de más o menos su edad con un uniforme que, a pesar del almidonado y planchado reciente, denotaba largos años de uso. La chica en su manera de andar y en sus ojos parecía que arrastrara cincuenta años de cansancio. Acompañó a María Lina hasta un cuartito de estar al que pomposamente llamaban sala, la sala. Allí estaba la dueña de la pensión, doña Pepa. Era una mujer de unos sesenta o sesenta y cinco años con un torso menudo, hasta juvenil y un culo enorme que parecía tener vida propia. Mientras iba delante de ella para mostrarle su cuarto, María Lina no podía dejar de pensar en eso, en que el culo iba por libre, por donde él quería, independientemente del resto del cuerpo. Cuando la dueña se dirigía a sus posibles huéspedes su voz era suave y educada, pero para dirigirse a la chica que limpiaba las habitaciones o a la cocinera, lo hacía con una voz seca y tajante. María Lina no conocía a nadie así, capaz de cambiar de personalidad en unos segundos. Hasta su cara cambiaba, sus ojillos se encogían y estaba visiblemente más fea, más vieja. De nuevo se dirigió a ella, con cara y voz de buena, de maternal “…entonces tú quieres quedarte durante todo el curso, me parece muy bien, no te arrepentirás, verás que bien te tratamos aquí…”. María Lina estaba indecisa, ¿se quedaba o no?. El alojamiento estaba barato y ella estaba empezando a subir la cuesta de la vida, no podía permitirse elegir tanto, se quedó. A la hora de la comida conoció a los demás huéspedes. El padre Andrés era un curita viejo y loco de remate, desde que hacia algunos años, la criada de la casa de sus padres, uso matarratas en vez de sal, como no sabía leer, y aunque supiera apenas veía. El Padre Andrés paso de ser un miembro de una familia numerosa y unida a quedar solo en el mundo, pues incluida la criada, todos murieron en cuestión de horas. Comía apenas para mantenerse, el resto de la comida, sólida o líquida, la echaba en un periódico que se llevaba pero nadie sabía a qué o a quién está destinado. Si le saludabas solo contestaba con un aleteo rápido de los párpados, que solo los que le conocían alcanzaban a ver. Luego estaban los estudiantes, bulliciosos y alocados. Parecía que sus padres los habían puesto allí con la orden expresa de que no tocaran un libro ni por asomo, y eso era lo que ellos hacían, de todo menos estudiar. Luisa era otra huésped. Treintañera. Tenía unas manos enormes, el pelo largo y rizado recogido en una cinta. Permanecía callada y como ausente. Solo si se hablaba de niños ella parecía despertar, se volvía locuaz y hasta ingeniosa. Conocía muchas anécdotas de niños que relataba una y otra vez y que los demás ya sabían de memoria. Había llegado una noche de verano hace tres años y estaba allí, eso era todo, no se sabía nada de su vida. Salía cada mañana a su trabajo, volvía a comer y rara vez salía por la tarde. Domingo, uno de los estudiantes, llegó un día diciendo que la había visto con un hombre en el parque, muy juntos y cariñosos. Pero teniendo en cuenta lo mentiroso que era Domingo y lo poco que le pegaba a Luisa el papel de enamorada, nadie le creyó. Pero una noche Luisa acudió a la cama de Paula la cocinera, desangrándose con todo el miedo del mundo asomándole a los ojos. Aquella noche perdió a una criatura pequeña y mínimamente formada, que las criadas al día siguiente manoseaban como si se tratara d una cosa y no de las malogradas ilusiones de toda una vida. María Lina a menudo pensaba…pensión París, ¿por qué París?. Quizá porque Doña Pepa vivió ilusionada por conocer París algún día, pues numerosas copias de cuadros de Toulouse Lautrec, el Moulin Rouge, Folies Bergère y de ese mundo nocturno que tanto gustaba al pintor, adornaban las paredes de la pensión. Lo que era seguro es que dicha señora nunca fue más allá del Puerto de La Luz y de Las Palmas, pues como María Lina leyó un día: … Libros, caminos y días dan al hombre sabiduría, y de eso Doña Pepa, poquito mi niña, … muy poquito.

1 comentario:

Moisés Morán dijo...

Me gusta, Conchi. Muy entretenido y lleno de historias cotidianas que son nuestras historias.