A pesar del tiempo transcurrido, Isadelia le recordaba cada día, sobre todo el calor de sus manos, su sonrisa enorme y contagiosa, la costumbre que tenia de sentarse en el suelo en cualquier momento, de abrazarla y bailar con ella por toda la casa, sin duda habrían muchos padres buenos en el mundo pero como el suyo muy pocos por no decir ninguno.
Había muerto de la forma más absurda y más innecesaria del mundo, en 1936 en una
guerra contra sus propios hermanos, lo habían mandado unos señores que, sin salir de sus despachos ni abandonar a sus familias, destrozaron un montón de hogares, y
dejaron un montón de huérfanos y de viudas en la miseria, porque como entonces se decía al morir el padre “Se llevaba la llave de la despensa.” Isadelia había hecho una selección de recuerdos, solo los buenos, solo los de antes de… Los otros eran demasiado dolorosos para una niña de diez años y lo siguieron siendo siempre .
Afortunadamente su familia no había pasado hambre, pues sus abuelos vivían con holgura, a casa de estos se trasladaron después de la tragedia. Con este cambio la niña también perdió su entorno tan conocido y tan querido: el cuarto de la azotea donde subía todas las tardes a jugar a las cocinitas, donde se inventaba historias que contaba en voz alta hasta aprendérselas de memoria, rodeada de periódicos viejos, de libros que nadie pensaría nunca en tirar, pero que por avatares de la vida habían perdido hojas o las portadas o la humedad los había estropeado y como decía su padre pasaban al asilo, así llamaba él al cuarto. Perdió también su cocina, la de sus abuelos era mas grande y con mejores muebles pero mas fría, ya no se acurrucaría en la mecedora vieja haciéndose la dormida para que su padre la llevara a la cama.
Cuando la ausencia se le hacia insoportable, se refugiaba en la lectura o salía a la calle en busca de niños a quienes contar esas historias que se inventaba, pero que por modestia decía que se las había contado su abuelo. Luego estaban los sueños, desde que su padre se fue, con frecuencia, soñaba con él. Al despertar siempre pensaba: “¡No se ha ido, mientras pueda recordar su cara y su voz no se habrá ido!”
¿Y su madre?, ¿dónde estaba su madre durante toda su infancia? Siempre había sido una mujer quejumbrosa, de jaquecas y paños fríos en la cabeza, de taquicardias y dolores miles que se pasaba el día en su dormitorio, sin ocuparse de nada, pero exigiendo atenciones continuas. Luces apagadas, silencio, se andaba de puntillas. Ya al entrar en la casa se sabía que era uno de los muchos días malos que tenía, la vida se entristecía, sólo la llegada del padre sacaba a la niña de esa pena y ese temor de que su madre esta vez sí, estuviera tan mala como ella decía siempre, de que pudiera morirse.
Pero ahora él no estaba…
Isadelia tenía veinte y cinco años y sólo pensaba en una cosa: en tener hijos y no ser una madre como la suya, en ser una madre como su padre. Pero sabía que sería muy difícil encontrar un hombre que tuviera, aunque sólo fuera, la mitad de las virtudes de su padre, tras mucho pensarlo, llego a una conclusión, lo buscaría y lo encontraría, no a un novio ni un esposo sino a un hombre inteligente, bueno, cariñoso, ya se encargaría ella de ser padre y madre.
Lo encontró, en medio del escándalo que entonces suponía, se supo que esperaba un hijo y dos años después, tuvo una niña preciosa con su misma cara y su mismo pelo.
A pesar de las presiones de todos no decía quien era el padre, eso fue lo convenido cuando ella fue a solicitar, encarecidamente, hijos, al hombre bueno y respetable que todos admiraban.
Dejó de ir a la iglesia cuando el cura le dijo que la gloria de su vida, su alegría y su esperanza mayor, sus hijos, eran fruto del pecado. Pasado el tiempo volvió para que su hijo hiciera la primera comunión que, como todos los niños de esa edad, estaba muy ilusionado. Al entrar a la iglesia, llena de gente, con su hijo Juan de la mano todos supieron lo que ella siempre quiso ocultar, con su traje azul marino de hombre, su corbata de rallas, con el pelo recién cortado, peinado a un lado, sus ojos, su porte señorial, su despiste congénito era la viva imagen de su padre: el señor obispo.
El señor obispo ayudó a todos durante y después de la guerra, poniéndose él en peligro. Les avisaba cuando había una redada, cuando sabía que habían recorrido un montón de kilómetros para buscar algo con que alimentar a sus hijos, entretenía a la guardia civil para evitar que les requisaran lo que tanto les había costado conseguir. Por estas y otras muchas cosas era el hombre bueno que Isadelia quería para padre de sus hijos. Después se supo que tenía una mujer y cinco hijos más que habían vivido en la casa episcopal desde que nacieron, nunca habían salido a la calle, ni siquiera el médico sabía de su existencia. Su madre había hecho de maestra, de enfermera, de todo lo que ellos necesitaron.
Isadelia lo disculpó siempre diciendo que no hubo nada sucio ni ilícito, que ella quería hijos buenos y él, ¡Bendito fuera siempre!, se los había dado.
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