sábado, 2 de octubre de 2010

Juana

Juana era una mentirosa empedernida y como además  era una desmemoriada, ahora te decía que esto era verde y a los cinco minutos te decía que era azul. Tenía una tienda de las de entonces donde lo mismo se podía comprar un corte de tela para un vestido que unos parches del doctor Andréu para el reuma. Con una trastienda, separada por una cortinilla de cretona sucia y descolorida, donde se metía continuamente para salir al momento, limpiándose la boca y cada vez más contenta. Todos sabían que allí tenía una botella de coñac de la que se echaba unos buenos tragos, unas veces solo y otros con una yema de huevo, que según ella: “le daba fuerzas para llevar adelante esta  vida tan triste que tiene una”  aunque como eso lo decía entre grandes risotadas, nadie la compadecía.

Además no se bañaba nunca porque decía que eso no era natural, que si Dios hubiera querido que anduviéramos en el agua nos hubiera hecho pescados. Que bañarse era malo, sobre todo  para las embarazadas, que se les metía el frío en el cuerpo y podía perjudicar a la criatura, que eso lo sabía todo el mundo. A ella, para su aseo personal, le sobraba con una palangana y un trapo. Así que cuando tuvo a su  primer y único hijo y llamaron a Jeronimita, la partera del pueblo, esta vino,  la miró y dijo: “Báñenla bien y después me llaman” Los gritos de Juana se oyeron  por todo el pueblo, tanto durante el baño como durante el parto, las dos cosas fueron igual de traumáticas para ella.

Usaba su escote, bastante vistoso por cierto, como caja fuerte, allí se metía todo lo que cobraba de sus ventas y,  ya después en una de sus visitas a la trastienda, lo ponía en una caja de zapatos vieja que todos conocían y sin más clave que levantar la tapa.

Otras cajas las usaba para  poner las crías de ratones, a las que adoraba y que, en vez de destruirlas, las cuidaba como si fueran sus hijos. No era extraño que más de una vez  enseñara algún ratoncillo que llevaba entre los senos porque le parecía que estaba heladito y se podía morir. Conociéndola, no sería de extrañar, que entre los cuidados intensivos que prodigaba a los ratones, estuvieran algunas gotitas de coñac.  

Era una defensora  a ultranza del coñac, según ella lo curaba todo, sólo cambiaba el modo de tomarlo: si te habías llevado un susto tenías que tomarte el coñac después de  asustarlo, tarea que ella enseñaba como se hacía, decía: “Tienes que calentar mucho una cuchara pequeña y meterla de golpe en el coñac, así tres veces seguidas”; si el mal que te aquejaba era del estómago, tenías que tomar el coñac con sal; si estabas fatigada, coñac con una yema de huevo; si los dolores eran los propios de mujeres, el coñac se tomaba calentándolo con una ramita de hierba Luisa y así, contaba una gran retahíla de males para los que, siempre  según ella, esta bebida era infalible, eso justificaba también la gran cantidad  que consumía. Le decía a  Ceferino, el del cafetín: “Es que las mujeres que vienen a la tienda, todas, todas, tienen algo, ¡Qué voy a hacer, mi niño!” aunque la verdad es que ella  les daba la receta,  pero no la medicina. 

 

 

 

4 comentarios:

pancho dijo...

He pasado un buen rato leyendo su historia. Gracias

Anónimo dijo...

Gracias Pancho por este y otros comentarios que ha dejado en mi blog, a mi me encantan sus escritos y anécdotas, siempre los busco,escriba con mas frecuencia, por favor.
Ya que los dos somos canarios de corazon. me gustaria que nos tutearamos, Gracias
Concha

Moisés Morán dijo...

Como siempre me encantan tus historias Conchi

Anónimo dijo...

En un momento pensé que Juana pudiera ser, tal vez, alguna persona real. Luego me di cuenta se trata de unas características, un poco exageradas, propias de varias personas y que, el arte y el buen humor de Conchita, ha unificado en Juana, la tendera pechugona que aparece y desaparece por una cortina de cretona sucia y descolorida. La colaboración de Jeromita sitúa este bonito cuento en el lugar de origen.