miércoles, 24 de febrero de 2010

se llamaba Alegria

Era mi maestra, se llamaba Alegría y siempre hacía honor a su nombre. Era bajita y prácticamente vivía encima de unos tacones enormes, que sonaban casi con repiqueteo de baile por toda la clase. Esta estaba situada en su misma casa, cosa normal y frecuente en aquel tiempo, así mientras ponía un problema a las niñas, podía echarle un vistazo a la comida o mandarnos a una de las mayores y de más confianza a prepararle un poco de leche con una yema de huevo para levantar el ánimo. Vivía fervientemente enamorada de su esposo que vino un día de la capital a ocupar una plaza de practicante en el pueblo. Él era buen mozo, alto, con el pelo negro y rizado. En el patio, que era común para la casa y la escuela, tenían un loro que repetía una letanía de frases de cariño que ella le dedicaba a su marido: ¡mi amor!, ¡corazón mío!, ¡mi niño que guapo es! Lo dejaba todo, hasta casi de respirar, cuando oía la llave de él en la puerta. Continuamente canturreaba canciones de su invención con la misma música, también inventada.
Siete por siete, cuarenta y nueve, siete por ocho, cincuenta y seis y, de pronto, suspendía la cantinela de la tabla de multiplicar: “¡Niñas, niñas, me estoy haciendo una mañanita preciosa con lana rosa!” Y nos explicaba como sería y que puntos estaba usando, eso o cualquier otra cosa que en ese momento le ilusionara. Creo que su método educativo era el mejor, estábamos atentas a todo lo que decía porque de vez en cuando, entre tanta zarandaja de matemáticas o geografía, contaba algo divertido que nos encantaba. Mientras nos hacía el dictado, planchaba las camisas de su marido con extrema dedicación y cariño. Nos recibía y nos despedía a la puerta de la clase canturreando y palmeándonos la cabeza según salíamos o entrábamos La recuerdo con gran ternura. Una vez durante el curso venía siempre por sorpresa el inspector, Don Francisco Hernández Monzón, caballero donde los hubiera, guapo, elegante, simpático, un señor de los pies a la cabeza, que a la única que sorprendía era a mi madre porque su escuela de párvulos era la más cercana a la parada del Salcai, medio de trasporte usado por el inspector y prácticamente por todos, pues aparte de los piratas no había otro. En su visita, que mi madre se encargaba de divulgar rápidamente mandando niños a todas las demás escuelas, el inspector venía a hacer una especie de examen de lo que se había dado durante el curso y esto nos ponía muy nerviosos a maestros y alumnos luego, hacía un informe y concedía votos de gracia, que yo no sabía lo que era, pero que debía ser algo bueno porque los maestros se ponían muy contentos. A mi maestra le gustaban mucho las labores, por la tarde se sentaba junto a la ventana y más de una vez, cuando alguien del pueblo pasaba y la saludaba: “Buenas tardes señora maestra”, ella enfrascada en contar los puntos de su labor contestaba muy sonriente: “veinte y seis y veinte y siete”, por ejemplo en vez del “Buenas” de rigor. Ella nos preparaba para el ingreso al Bachillerato, que no sé muy bien a lo que equivaldría hoy, pero que gracias a su personal y ameno método de enseñanza y a la enciclopedia Dalmau todas aprobábamos. También nos aconsejaba que si nos casábamos no dejáramos de arreglarnos nunca: “que mujer compuesta aleja al marido de otra puerta”. Ella iba siempre perfecta, parecía que estaba siempre dispuesta para salir.