domingo, 25 de octubre de 2009

Cuentos de brujas

Se detuvo un momento en el camino. Sólo se oían su respiración y sus pasos rápidos.

- No hay duda - pensó Manuel – me he perdido, tendré que volver atrás y ya no hay tiempo, pronto anochecerá.

Manuel y Juan habían subido a Inagua para quemar troncos de pina y así obtener la brea y la pez. Sustancias resinosas que entre otras cosas servían para calafatear los barcos de madera, así se ganaban la vida. Cuando ya habían iniciado la vuelta a casa Juan cayó por un barranco y quedó gravemente herido. Manuel sabía que él sólo no podía socorrerlo, tenía que pedir ayuda. Pensó bordear la montaña de Hornos por los andenes de Tasarte, pues todos los que transitaban Inagua sabían que a toda costa tenían que evitar pasar por la Degollada de Las Brujas después de anochecido. Pero no había tiempo que perder, no podía volver atrás. Cuando se acercó a la degollada ya era de noche. Empezó a notar un olor acre que se le metía en la garganta. Vio en el llano varias hogueras. Empezó a notar el humo en los ojos.

Manuel tuvo conciencia de que se tambaleaba, se le metió en el cuerpo el frío y la humedad del camino y sobre todo el miedo. Detrás de la negrura al otro lado de la pista de tierra sonó una tos, pero no una tos normal, era ronca y ruidosa como para hacer saber a Manuel que allí había alguien. El llevaba un farol en la mano, lo alejó de si y vio una silueta sinuosa y malévola, una vieja muy alta vestida de negro con el rostro apergaminado, los ojos hundidos en las cuencas, la nariz aguileña. Manuel no podía apartar los ojos de ella. Un enorme perro estaba echado a sus pies – pensó- es imposible que una persona de esta edad haya llegado hasta aquí. Cerca no había ni una choza.

La  vieja extendía unos brazos delgados como sarmientos, le agarraba la ropa y le decía – he perdido un perro, ayúdame a buscarlo. Su voz parecía que raspaba, que se arrastraba por su garganta. Manuel aterrado, trataba de contarle lo de su amigo Juan, pero ella no parecía oírle, repetía una y mil veces – busca a mi perro, busca a mi perro o te pesará, te arrepentirás -. Manuel se desprendió de ella y siguió andando deprisa, no quería correr, tenía miedo al perro, que de pronto ya no era uno, eran muchos.

Empezó a llover, Manuel ya no andaba, corría, pero siempre que volvía la cabeza detrás estaban la vieja y los perros. Otras veces corrían a su lado o atravesaban la pista delante de él. Manuel se dio cuenta de que mientras él estaba empapado, la vieja y el perro estaban secos, además no hacían ningún ruido al correr, sólo se oían sus ladridos pero no sus pisadas, y también notó que flotaban, que no se apoyaban en el suelo.

Después contaría que pasó toda la noche corriendo pero que no avanzaba. Por fin un sol tímido y anaranjado empezó a aparecer, clareaba. Al mismo tiempo sonaban las campanas de La Aldea y en ese momento se encontró solo, seco y por fin cerca del pueblo.

Consiguió ayuda, pero cuando llegaron a donde estaba Juan, este había muerto y junto a él había un perro negro y enorme también muerto.

 


1 comentario:

Moisés Morán dijo...

Bonita historia y muy bien contada, de esas clásicas que contaban las abuelas a sus nietos.