martes, 16 de diciembre de 2008

Nacimiento

Helechos y riscos, tabaibas, veroles, musgos, tuneras, sobre todo muchos riscos, que los niños de la casa traíamos dando todos los viajes que hiciera falta, incansables e ilusionados. Después había que traer tierra, piedras pequeñas para delimitar el rio, arena para el desierto… era lo que se necesitaba para hacer el nacimiento, se hacía uno en cada casa, más grande o más pequeño según el espacio de que se dispusiera. Con anterioridad, el día de santa Lucia, plantábamos trigo en cajas de conserva, había que plantarlo ese día para que a la hora de hacer el nacimiento estuviera lo bastante crecido como para formar con ellos los sembrados donde trabajaban los agricultores, que también y no sé por qué, se les llamaba pastores. El pueblo entero olía a Navidad,
como ya no teníamos clase las calles eran un hervidero de niños jugando y corriendo.
Estaba el día de ir a buscar los helechos, que era día de fiesta para todos, íbamos a la Pasadilla, o al barranco del Draguillo, acompañados de mayores que eran los encargados de subir a los sitios peligrosos y resbaladizos, donde estaban los helechos más bonitos que se cogían con una plancha de tierra para que se conservaran frescos y bonitos durante todas Las Navidades. Salíamos desde por la mañana temprano y comíamos allí, esa era otra de las cosas que hacían ese día tan especial y volvíamos al atardecer: los mayores destrozados y los niños con la misma energía que cuando salimos. Hace unos días, recordando estas cosas con Eulalia, una amiga de la infancia, me dijo ella: “¿Te acuerdas de lo buenos que estaban los galletones Tamarán con mantequilla?” Esa era una de las viandas que solíamos llevar. En todas las casas había alguien encargado de colocar los riscos para darle forma, solía ser en vertical, el artífice del de mi casa era mi primo Pepe, poseedor de una imaginación congénita y desbordante. Después nos dejaba poner algunas figuras, con lo cual se podía dar el caso de que colocáramos casitas en lo alto de montañas impracticables o de que un pastor cuidara cerdos más grandes que él. Cada día, el primero de la casa en levantarse tenía el privilegio de mover un pasito a los Reyes Magos en su camino hacia el pesebre, que el día cinco, antes de acostarnos, tenían que estar a los pies del niño; así que los citados Reyes pasaban, sin más preámbulo, del caliente desierto a los helechos, el musgo y los fértiles campos de trigo. Recuerdo que algunas familias hacían nacimientos que eran verdaderas obras de arte y mantenían su casa abierta durante toda la Navidad para que todo el que quisiera pudiera entrar a verlo. En el Ejido estaban los de Severita, de Lela la panadera, de Anita la de la perfumería, de las Quintanas; en el Puente estaban el de las hijas de Juanito Marcial y el de Josefita Caballero y ya cerca de la iglesia, estaba el de Eloisita la de Pepito Díaz, cerca de la rueda, al lado de el molino de Francisco Castellano.
El de Lela era artesanía pura: los cuerpos de todas las figuras eran carozos a los que dotaba de piernas, brazos y cabezas de trapo, les pintaba la cara y los vestía, les hacía sombreros, capas, lo que necesitaran. Una pastora llevaba una cesta con panitos de verdad y otra, un quesito minúsculo que se podía comer y, no me pregunten cómo, pero el río corría y los molinos se movían. Tengo que recordar que las figuras tenían un tamaño de quince o veinte centímetros y que cada año les hacía vestidos nuevos. Lela tenía una voz muy dulce y una sonrisa fácil, iba narrando los acontecimientos que se representaban en el nacimiento: “Esto es cuando llegaron con la burrita y no encontraban posada” y así todo. Las Quintanas también lo explicaban pero con menos detalle.
Que bonita me parece esa época de mi vida, sin más preocupaciones que las de correr y jugar todo el día.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Que bonito, He llorado recordando mis Navidades
infantiles,

Anónimo dijo...

Y fíjate tú que el recuerdo que yo tenía era que se sembraba alpiste en latas de sardinas para hacer cercados chiquititos: y eso se hacía el día nuestro, el de la Inmaculada, para que la hierba estuviera ya crecida el día de Santa Lucía, que era cuando se empezaba a poner el nacimiento.
Pero igual lo tengo todo equivocado en la cabeza.
Muchos besos. Y por cierto, el cuento aquel tuyo y mío, el de cuando me sacabas golosinas de las orejas tan misteriosísimamente, que lo había mandado a un concurso en París... pues no ganó. Ganó otro que iba de la guerra.

Anónimo dijo...

Mi querida Conchi, espero que este comentario por fin entre. He leído todos tus relatos hasta ahora y hay muchas cosas que agradecerte. Una de ellas es que mantengas viva la memoria de esta isla a través de personajes de la vida cotidiana; otra cosa es tu sentido del humor fresco, que es algo que a veces se echa mucho en falta. Otra, es que consigas hacer de lo cotidiano algo digno de ser narrado y leído. Un abrazo muy fuerte.
Angélica