miércoles, 16 de noviembre de 2011

juguetes


 
Los juguetes de mi infancia 

Hace unos días, mientras realizaba una tarea tan prosaica y poco creativa como emparejar calcetines, recordaba que cuando yo era pequeña todas las madres tenían el encargo de no tirar los calcetines y las medias viejas, eran materia prima imprescindible para las pelotas que se fabricaban los chicos de la casa. Había verdaderos maestros en este quehacer. Provistos de verguillas y alicates fabricaban coches, camiones, molinos; también jugaban al boliche, a la tiradera, que consistía en una rama y un trozo de elástico que provenía una vez más de la cesta de costura de la madre, tía o abuela. Las niñas salíamos con un trozo de plato o una tiza para jugar a la numera, o nos hacíamos las casitas con piedras y, usando la imaginación, conseguíamos el material necesario para fabricar el menaje doméstico. Como no teníamos conciencia ecológica y no sabíamos entonces que las plantas autóctonas podían extinguirse, les encargábamos, a los que subían a la medianía, veroles y con ellos, nos hacíamos calderitos, con su tapa y todo, lecheras, platos... Yo, además, devoraba cuentos de hadas. Mis hermanos y yo tuvimos la suerte inmensa de nacer y criarnos entre Ingenio y

Gando. Mis hermanos mayores y sus amigos jugaban interminables partidos de fútbol en mitad de la calle de José Antonio Primo de Rivera, porque los vehículos eran pocos y ruidosos y el peligro de atropello, nulo. Íbamos a la escuela con una maletita de cartón, yo conservo la MÍA como oro en paño, la cartilla, una libreta, y ya como demostración de poderío económico, un afilador y una goma, pero si no teníamos, la maestra nos los dejaba, eran de dominio común y estaban en su mesa, sólo que había que esperar a que te tocara, pero como tampoco sabíamos de prisas y el estrés todavía no se había inventado, nos daba igual. Más tarde llevaríamos también el Catecismo y el Libro de Primeras Lecturas y, pasado el tiempo, llevaríamos la enciclopedia Dalmau Carlas que contenía, en un solo tomo, todos los conocimientos necesarios para aprobar el ingreso al bachillerato. Una persona muy allegada me decía, una vez bromeando, que él sabía más cuando hizo el ingreso al instituto que cuando terminó la carrera, hasta tal punto era completa la Dalmau. Los textos del libro Primeras Lecturas eran tristísimas, como el de la niña que no teniendo en casa nada que comer, sin decírselo a nadie y en un arrebato de generosidad bastante extraño en una niña de cinco años, lleva su muñeca a empeñar, pero digo yo: “¿Con esa edad se podía ir sola a esos sitios?, es más, ¿se sabía que existían?” El dueño de la casa de empeños, al que cuenta su historia, se compadece de ella, le devuelve su muñeca, le regala un duro y se convierte, desde entonces, en el ángel protector de su familia. Y a estas historias se le sumaba el miedo que nos metía el cura con el infierno en sus visitas semanales. Era tan estricto el cura con sus premoniciones que un día después de estar una hora en la escuela de mí madre explicando lo que era pecado, dijo de pronto: “A ver Carmelo, ¿qué es pecado?” A lo que el niño temblando contestó: “Todo lo que uno hace, señor cura” Pues, con todo ese bagaje de optimismo, salíamos a la calle bastante preocupados, pero a mi me duraba poco, pues mi escuela estaba en la ladera y cuando en cuatro saltos llegaba al cuarto ya se me había olvidado. Lo que yo daría por saltar como entonces, aunque solo fuera una vez. Llegábamos a la casa, soltábamos la maleta, cogíamos la merienda, un trozo de pan y chocolate, queso, plátanos o conserva, así se conocían las de membrillo y guayabo, no habían más y si las había nosotros no las conocíamos, y nos íbamos a la calle a jugar sin más limitación que la de volver al sol puesto, así como suena, si tardabas, tu madre se asomaba a la puerta, siempre abierta, y le decía a la primera que pasaba: “si ves a mi hija, dile que si no viene ahora mismo la voy a buscar”, ya ese era el colmo de la demostración de la autoridad materna. Nadie sabía lo que era un pederasta, no había peligro de raptos, ni de violaciones. A veces pienso que es verdad eso que decía Jorge Manrique que “como a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor.”

1 comentario:

Moisés Morán dijo...

La niñez siempre está cargada de ilusiones que vamos dejando con los años y sus huecos, los vamos llenando con las responsabilidades. Pero como tu dices, los años de la infancia, son, sin duda, los mejores años.