martes, 1 de febrero de 2011

María

- Juan, ¿no ves que la niña está escribiendo en la pared? - ¡María como te voy a decir que no hagas eso! - Es que se me acabó la libreta, y si no escribo, me aburro - María tiene seis años, su madre es la maestra de la escuela del pueblo, se empeñó en que la niña aprendiera pronto y, ahora, va para delincuente por su voraz ansia de leer y escribir. Coge cuentos de hadas en la tienda de la novia de su tío Manuel, se los pone entre las piernas bajo la falda, y atraviesa la calle que la separa de su casa andando con pasitos de bebé, no se le vayan a caer. Los lee en un salto y luego se los cambia a su amiga Otilia por boliches, que esta sustrae a alguno de sus trece hermanos y que, a su vez, le sirven a María para chantajear, sin que ella siquiera conozca esa palabra, a sus hermanos y primos, y lograr que hagan lo que ella quiera: los mandados que le encomienda su madre, poner los platos en la mesa, ir a buscar el pan y otras tareas, más o menos de la misma responsabilidad. Ellos a su vez los venden en el patio del colegio, cinco por un real, o sea, a perra chica, total, lo que hoy se llamaría una trama fraudulenta. Además cuando iba a casa de su abuela, que la adoraba y que todo lo que la niña hacía le parecía gracioso, iba provista de un lápiz y, usando como materia prima las manchas de humedad de las paredes de la vieja casa, le pintaba a esta, unas patitas, a aquella, un tejado, a la de más allá, unos cuernos, según el parecido que creía encontrar y, claro, luego escribía su nombre debajo. - María creció y fue la escribidora de todas sus amigas, ¡se le daban tan bien las cartas de amor! Había tenido un gran maestro, nada menos que Don Ramón de Campoamor.

 

“Quién supiera escribir

 

Escribidme una carta, señor cura.

-Yá sé para quién es.

-¿Sabéis quién es, porque una noche oscura

nos visteis juntos? - Pues.

 

-Perdonad; mas... -No extraño ese tropiezo

La noche... la ocasión...

Dadme pluma y papel. Gracias; Empiezo:

Mi querido Ramón:

 

-Querido?... Pero, en fin, ya lo habéis puesto...

-Si no queréis... -¡Sí, sí!

-Qué triste estoy! ¿No es eso? - Por supuesto

-¡Qué triste estoy sin tí!

 

Una congoja, al empezar, me viene...

-¿Cómo sabéis mi mal?...

-Para un viejo, una niña siempre tiene

el pecho de cristal.

 

¿Qué es sin ti el mundo? Un valle de amargura.

¿Y contigo? - Un edén.

-Haced la letra clara, señor cura;

que lo entienda eso bien.

 

-El beso aquel que de marchar a punto

te dí... -¿Cómo sabéis?...

-Cuando se va y se viene y se está junto,

siempre... no os afentéis.

 

Y si volver tu afecto no procura,

tanto me harás sufrir...

-¿Sufrir y nada mas? No, señor cura,

¡que me voy a morir!

 

-¿Morir? ¿Sabéis que es ofender al cielo...

-Pues, sí señor ¡morir!

-Yo no pongo morir. - ¡ Qué hombre de hielo!

¡Quién supiera escribir!

 

II

 

¡Señor rector, señor rector! en vano

me queréis complacer,

si no encarnan los signos de la mano

todo el sér de mi ser.

 

Escribidle, por Dios, que el alma mía

ya en mí no quiere estar;

que la pena no me ahoga cada día...

porque puedo llorar.

 

Que mis labios las rosas de su aliento,

no se saben abrir;

que olvidan de la risa el movimiento

a fuerza de sentir.

 

Que mis ojos, que el tiene por tan bellos,

cargados con mi afán,

como no tienen quien se mire en ellos,

cerrados siempre están.

 

Que es, de cuántos tormentos he sufrido,

la ausencia el más atroz;

que es un perpetuo sueño de mi oído

el eco de su voz...

 

Que siendo por su causa, el alma mía

¡goza tanto en sufrir!...

Dios mío, ¡cuántas cosas le diría

si supiera escribir!...

 

III

 

EPILOGO

 

-Pues señor, ¡bravo amor! Copio y concluyo;

A don Ramón... En fin,

que es inútil saber para esto arguyo

ni el griego ni el latín.-“

 

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