viernes, 24 de septiembre de 2010

Codicia

Teresa había muerto de repente, se disponía a desayunar cuando Lola, la mujer que la cuidaba, oyó un golpe tremendo, luego comentaría que no se imaginaba que una persona tan bajita y que pesara tan poco pudiera hacer tanto ruido al caer. Corrió hasta el comedor, la encontró en el suelo boca abajo, todavía llevaba el peinador sobre los hombros, llamo por teléfono a Carmen, la hija de Teresa que vivía en la misma ciudad, la llevaron a urgencias pero sabiendo que ya no se podía hacer nada por ella. Había sufrido una hemorragia cerebral.

-Que triste es la vida, tener seis hijos y morirte sola- Dijo Lola a su familia durante la cena

No era eso sólo lo que Teresa había tenido que sufrir, cuando murió su marido, que la adoraba y sus hijos se dispersaron por todo el país, tuvo que vender la casona del pueblo  y comprarse un pequeño piso en la capital, que era casi de las mismas dimensiones  que su desván en el pueblo. Después, murió uno de sus hijos, el cuarto de los seis que tuvo, con apenas cuarenta años, ninguna madre se repone de un golpe así.

El corazón se le fue haciendo migajas, se volvió silenciosa e introvertida. Ya no quedaba nada de aquella mujer sonriente y habladora que yo conocí, que adoraba a sus hijos  y hubiera dado la vida por ellos, los quiso hasta la muerte, pero algunos de ellos olvidaron lo buena madre que fue y se dedicaron a saquearla y dejarla prácticamente en la miseria. Fueron Mateo y Carmen. Los otros, ignorantes por completo, vivían  en otras ciudades  lejos de su madre y no supieron nada hasta que ella murió, pues la bondad de Teresa  llegó hasta el punto de que ni en las visitas que le hacían los otros hijos ni en las llamadas telefónicas que mantenía con ellos jamás acusó a Mateo ni a Carmen del poco cariño y la vileza con que la trataban.  Mateo  hizo que lo nombrara su apoderado, y eso fue lo que hizo, apoderarse de todo lo que pudo: solares, tierras, dinero. La engañó  de todas las maneras posibles, el dinero que tenía en el banco, le dijo que se lo había puesto a plazo fijo  y lo ingreso  en sus ya millonarias cuentas.

A Carmen, que era menos lista que él, también la engañaba dándole apenas una pequeña parte de lo que afanaba  y diciéndole que iban a partes iguales.

Florencio, el mayor de los hijos, que vivía fuera de España estaba leyendo el periódico recién llegado del trabajo, cuando sonó el teléfono: -¿Dígame?…¡Hola hermano!, dichosos los oídos-

-Mama ha muerto-

- ¿Qué dices, muerta? – Sí- Le contó todo lo ocurrido.

Florencio lo contó a su familia y todos viajaron para llegar veinte y cuatro horas después del fallecimiento, fueron derechos a la Iglesia  para la misa y después al cementerio.

Cuando Florencio y su familia quisieron ir  a casa de la madre a descansar, Carmen  dijo que no era posible, que se habían perdido las llaves -¿Pero solo había unas? –No- contesto Carmen, -pero las otras están  dentro-  

Se repartieron en casa de los tíos para dormir esa noche, durante los dos días siguientes, ni Florencio ni su familia tuvieron ganas de salir y además las llaves no aparecían. Él dijo que tenía que volver y que no se iría sin  antes ver la casa de su madre, llamó a un cerrajero, le acompañaba Leonor, su mujer, cuando entraron lo que vieron los dejó helados, se lo habían llevado todo, absolutamente todo: los muebles, la ropa de cama, las mantelerías, los utensilios de cocina, la ropa de Teresa, sus bolsos, sus zapatos, todo, solo quedaba en el comedor una silla, a la que le faltaba una pata y en un armario  una caja de lata con fotos familiares y cartas antiguas. Al oír las voces  de Florencio y su mujer pensando que les habían robado, acudieron los vecinos de enfrente. Eran un matrimonio mayor que al verlos sin ni siquiera darles el pésame, le preguntaron: -¿Por qué le habéis hecho esto? -¿Qué?-Preguntó Florencio -Saquear su casa -¿Quién ha sido? -Tus hermanos Mateo y Carmen, pero dijeron que los demás estabais de acuerdo.  

Entraron otra vez los cuatro, a todos les parecía una profanación lo que estaban viendo.

Marina, la vecina, lloraba en silencio,  Leonor y su marido estaban indignados y tristes, Marina abrió el balcón: -Se llevaron hasta sus plantas y sus pájaros. Su marido, conciliador, dijo: –Mujer no iban a dejar que se murieran, lo harían por pena -¿Pena?-  preguntó Marina -si nunca la tuvieron de su madre que era la persona mas buena que yo he conocido. 

 

Florencio  miró lo que contenía la lata de galletas, eran las fotos de las bodas de todos los hermanos, las de  los nietos  pequeños, las de Teresa y su marido el día de su boda,

de  la comunión de todos, cartas de noticias importantes y alegres de otros tiempos, también habían cartas viejísimas que el bisabuelo de  Teresa había mandado desde

Filipinas. Él era uno de los  soldados españoles que estuvieron destinados allí en 1886, antes de la guerra de Cuba, además había un escapulario muy viejo de la Virgen del Carmen,  un velo de Teresa de los que se usaban antes para ir a misa, negro y de encajes, y un pequeño pañuelo de mano bordado al que el tiempo había vuelto amarillento.

 

Florencio cogió la caja y llorando, él y Leonor se despidieron de Marina y su marido.

-¿Qué vas a hacer?- Preguntó la vecina

-No lo se aún, ahora sólo quiero llegar a mi casa, llorar a mi madre y tratar de quitarme este gran remordimiento por haberla dejado en manos de esos canallas, ladrones.

 

Pasado el tiempo, un maestro de Luis, uno de los hijos de Florencio, que era muy aficionado a la  filatelia lo aficionó a él también. Un día  le contó  a su maestro que en su casa había unos sellos muy viejos que su tatarabuelo había mandado desde Filipinas.

El maestro quiso verlos enseguida, nada mas salir de clase. Cuando abrió la caja tuvo que sentarse. Los sellos eran de dos reales rojos con la efigie de la reina Isabel II de perfil, uno de los mitos del coleccionismo mundial, de los rarísimos de encontrar y además estaban en perfecto estado de conservación.

Cuando Florencio supo lo ocurrido sólo dijo: -Es un regalo de mi madre, hoy hace un año que murió. 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me quedo con una sonrisa maléfica pensando la cara que pusieron los saqueadores al enteresarse del valor de los sellos y, a la vez, con la tristeza que da imaginar la pena que deben sentir unos padres al ver unos hermanos que no se hablan. Otro artículo para pensar y repensar. Enrique.

Moisés Morán dijo...

Muy bueno el relato, la codicia es una de las peores caras de la persona.