lunes, 8 de marzo de 2010

Abuelos de antaño


Cuando no se ha conocido una cosa,  no se puede echar de menos, no se puede añorar, pero yo si que tuve uno de esos abuelos maravillosos que nos contaba historias llenas de fantasía. Cuando terminaba su trabajo por las tardes, se ponía guapo  y venía a vernos, nos sentaba en sus rodillas e improvisaba cuentos sobre la marcha y si no nos gustaba el final, rápidamente y a petición, lo cambiaba. Nos traía un vaso de papel lleno de caramelos que, según él, eran la cosecha de un caramelero que tenía al lado del pozo en su cercado, para quien no lo sepa, un cercado es el hermano pequeño y más modesto de una finca. Ya sabíamos, porque nos lo había dicho nuestro abuelo, que para que el caramelero diera fruto tenía que estar junto a un pozo, si lo plantabas en otro sitio, como no le gustaba estar allí, se ponía triste y daba limones. También era muy importante que el dueño del árbol tuviera siempre una silla bajo sus ramas y así sabía el caramelero  que, no siempre, pero cuando tuviera tiempo, se sentaría  a contarle cosas sobre nosotros, de mis hermanos y mías, supongo que también de mis primos, pero eso entonces no lo pensaba: cómo estábamos de grandes, si nos portábamos bien, qué nos habían traído Los Reyes. Recuerdo que los caramelos no tenían papel y eso también tenía su explicación, según mi abuelo. Él sólo conocía uno que los echaba así, empapelados, el que tenía el cura en su huerto, pero salían mucho más pequeños y menos dulces y, claro, nosotros estábamos encantados con que el de nuestro abuelo no fuera de esos, entre otras cosas porque éramos seis hermanos y, la verdad, que la cosecha menguara no nos interesaba para nada.

Cuando mis nietos eran pequeños yo también les conté historias fantásticas que ellos se creían a pies juntillas y espero seguir haciéndolo con otros que vengan, ¡por favor! ¿Se quiere dar alguien por aludido?. Por ejemplo una tarde que su madre no estaba y ellos estaban incontrolables, les conté que hacía mucho tiempo había comprado un calamar macho y otro hembra, que los había puesto en el congelador y que debíamos mirar si habían tenido hijitos, cosa esa de la maternidad, que había comprobado que los ponía muy tiernos. Enseguida abandonaron el campo de batalla y fuimos todos a la nevera: ¡Oh, sorpresa! Habían tenido alrededor  de tres cuartos kilos de hijitos, del mismo tamaño que los padres, pero claro, ya les expliqué que como había pasado tanto tiempo ya eran adultos y esta nueva desviación nos llevó a un rato más de jolgorio, en el que todos tratábamos de adivinar quien era la madre y por qué lo creía así, por supuesto yo lo sabía. Ese era un comodín que siempre me guardaba, porque ellos no esperaban menos de mí y por si en un momento dado lo necesitaba para poner paz. Cuando llegó su madre se encontró, que previo consentimiento mío, habían metido los calamares en la bañera, por aquello de poder separarlos y saber  el número de la camada. Estaban absolutamente radiantes  y echando una peste a pescado, que mi hija siempre cuenta, que pese  a que se gastó  un litro de jabón  no se les quitó el olor en varios días. Una amiga suya que llegó por la casa me preguntó: “¿Por qué les cuentas esas trolas a los niños?” Era peninsular, ella. Yo le contesté: “En recuerdo a mi abuelo y para fomentarles una cosa que se llama imaginación”.

Mi abuelo se llamaba Constantino pero, no sé por qué, lo llamábamos papá  Hernández.  

Hoy la vida se ha puesto de tal manera que  los abuelos hacen de padres o de canguros, como se dice ahora, porque los padres tienen que estar matándose a trabajar para poder pagar las hipotecas, los libros, mandarlos al extranjero a estudiar idiomas, comprar ropa,  patines,  tablas de surf, playstations, ordenadores, juegos y darles de comer, que la mayoría de ellos comen como descosidos.   

Y claro, los pobres abuelos cuando tienen un rato libre no se ponen a contar historias, sino que aprovechan para salir corriendo a los centros de la tercera edad, a la piscina, a los viajes del Inserso, a aprender bailes de salón, a ligar en Las Canteras o en el club  o donde se presente, que los oyes hablar y se creen adolescentes.  

O sea, que no soy nadie para opinar, pero parece ser que lo que se pierde por un lado se gana por otro, ¿O es que alguien ha visto en algún tiempo viejitos con más alegría,  más marchosos y con más ganas de vivir que los actuales?  

2 comentarios:

Moisés Morán dijo...

Yo no tuve la suerte de conocer a mis a todos abuelos, solo a mi abuela Antonia, de la que solo recuerdo la letanía del rosario antes de irse a dormir y el olor a cafe y marisma en su casa de la Isleta. ¡Que recuerdos!

pancho dijo...

Precioso.................