lunes, 10 de noviembre de 2008

Optimistas por naturaleza

Todos conocemos alguna de esas personas que por encima de todos son optimistas, sobre todo, en lo concerniente a la edad que tienen y a pensar que eso de la muerte no va con ellos, que van a ser eternos.
Mi tío Juan era un hombre que se conservaba muy bien. Siendo muy viejito, iba todos los días a un cercadito que tenía muy próximo que llamaba la huerta, y allí se pasaba las mañanas entretenido. Un día estando en su casa fui testigo de una broma, que le gastaban sus hijas con frecuencia, según supe entonces. Ellas le decían: “Papá, usted ya cumplió los noventa y nueve años” y él enfadado les contestaba que no, que tenía “sólo noventa y seis”. A mí, que entonces tenía diez y siete años, me parecía lo mismo tener noventa y seis que noventa y nueve, pero él, por coquetería o por optimismo, se quitaba tres.
A una tía de mi madre, que no se había casado y que vivía sola, le llevábamos cada día uno de los hermanos la comida. Era también viejísima, además caminaba muy encorvada y siempre se estaba quejando de que le dolían los huesos, remataba las quejas exclamando: “¡Hay Dios mío ¡ ¿Cómo será mi vejez?” ¡Cómo si le quedaran años luz para ser vieja! Mis hermanas y yo, mucho mas jóvenes que ella, cada vez que nos duele algo repetimos: “¡Dios mío como será mi vejez!”.
Las hijas de una vecina de mi hermano, a quien con noventa y dos años iban a operar de cataratas, le preguntaron al oftalmólogo: “Doctor, ¿Cuales son los inconvenientes y las ventajas de la operación tradicional y la de rayos láser?” El médico dijo que dada la edad de la enferma lo mejor seria la de láser porque se podría ir a su casa rápidamente, no era dolorosa, en fin que el único inconveniente que tenía era que podía darse el caso de que pasados diez años tuvieran que operarla otra vez, pero con la edad de su madre…”
La viejita que no se perdía detalle de la conversación, saltó: “¡Ah no, no, usted me hace la de toda la vida, no voy a estar yo viniendo a operarme cada diez años, de eso ni hablar!”.
Otra señora de mi vecindario, cercana a los ochenta, que malamente podía andar, tenía todos los huesos deformados por una enfermedad degenerativa que la hacía tambalearse,
me contó más de una vez que ella siempre había sido muy guapa. “Todavía hoy y siempre que salgo a la calle todo el mundo me mira, cuando estoy en la parada de la guagua, aunque haya un montón de jóvenes, me miran a mi”. Y estaba ella tan feliz y tan convencida que yo pensé: “pues mira que bien, mejor no decirle que la miraban pensando ¿Cómo dejaran a esta señora salir sola?, si no puede valerse”.
También conocí a otra abuelita muy simpática y muy aficionada a echarse a la calle a las dos menos tres. Sus hijas y nietas se turnaban para no dejarla salir sola, pero cuando intentaban cogerla del brazo se soltaba muy airada y les decía: “¡Jesús mis hijas no se agarren de mi, que me van a tirar, fuerte gente torpe!. Caminen solas, mis hijas, caminen solas, que yo a la edad de ustedes iba por la calle dando saltos. ¡María Santísima, si no es flojera la de esta juventud!. ¡Cómo será cuando tengan mi edad, que no es que yo sea vieja, pero mis añitos tengo!”

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